La
luz que entra por la ventana casi la ciega y mientras intenta cubrirse los ojos
con su mano derecha, reconoce lo tétrico de ese lugar: el polvo, el olor, la
vista, los colores de la habitación. No
hay flores a su costado, tampoco un teléfono, sólo una absurda división entre
ella y alguien igual o peor.
Habiendo
logrado distraer al sol y a la empeñosa luz que la torturaba, comienza a
preocuparse por esas 4 personas que la esperan. Pero no piensa en ella, jamás
ha pensado en ella.
Entonces,
como es su método, canaliza todas sus preocupaciones y las tiende en un punto
fijo a donde ella se dirige con sus ojos y el cuerpo en horizontal, frunce el ceño
y le brotan gestos de dolor en todo el rostro. Pero no llora.
Sus
párpados son las persianas que la ventana del costado no tiene. Y van cayendo,
entrando en ese curioso trance en que nos introducimos todos cuando estamos
entre dormidos y despiertos. Estando profundamente dormidos pero a la
expectativa de abrir los ojos al menor sonido o movimiento de una pelusa. Su cabeza está inclinada sobre la almohada y
ella al borde, como siempre. Decide dejarse ir y empezar a dormir.
Pero
dos personas con batas percudidas se acercan. Edna abre un poco los ojos hasta
que puede ver a dos borrosos hombres con esas mismas batas percudidas que la
miran con resignación, como un perro al borde del sacrificio, como cualquier
cosa, como un descartable inminente.
No
había mucho por hacer y así, con el desprecio que caracteriza a lo público en
este país, ambos señores mandaron a Edna a su casa. Una patraña disfrazada. Que
muera en su casa, que en esas cuatro paredes las oportunidades se anulan, que
una vida no vale un esfuerzo.
Así,
Edna regresó a su casa al lado de sus hijos, su esposo y su hermana, aquellos
que tal vez si creían en posibilidades. Dos hijos adolescentes, un esposo casi
ausente, una hermana enferma. Su vida, sus ganas. No quería regresar a aquel
cubo de hielo que había prometido ser su salvación, de ese lugar se salía,
irónicamente, si querías vivir.
Edna
no quiso volver y cumplió. De ella jamás nadie se ocupó demasiado y si se iba
envenenando más o no, aquello terminaría siendo una pena más de esas que tanto
guarda. Nunca supo más. Pero semanas después, ya no de día sino de noche,
estando Edna acostada, vislumbró una figura inmaculada, intocable, divina: una
virgen. Su nombre: Fátima. Una mujer de piel fosforescente que se lanzó sobre
ella atosigándola de tranquilidad y alivio. Edna gritó con lágrimas en
los ojos. ¡Jassiel! ¡Jassiel! Le gritaba a su hijo, que corriendo
llegó hasta su madre y la vio acostada, al borde como siempre, siempre al borde
con los abrazos abiertos y con apariencia de haber recibido un gran peso sobre ella.
Un
milagro, coacción de la mente, un sueño, destino o azar. Edna no regresó más a ese
tétrico lugar, a ese in-hospital y aquel cáncer salió de su cuerpo por ese
momento y para siempre.
Lo
que sea que haya pasado, pasó.
"Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera,
cortaría los hierros de tu calabozo.
Si yo fuera reina de la luz del día,
del viento y del mar,
cordeles de esclava yo me ceñiría
por tu libertad"
esta noche negra lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera,
cortaría los hierros de tu calabozo.
Si yo fuera reina de la luz del día,
del viento y del mar,
cordeles de esclava yo me ceñiría
por tu libertad"
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