30 de octubre de 2014

Lo efímero

Todavía no entiendo bien qué fue lo que sucedió. Ahora que lo veo en retrospectiva empiezo a preguntarme si pasó o no pasó. Pero supongo que este vacío extraño que siento en el estómago y mi mente que no deja de hilar y perseguirse y enredarse no hacen más que confirmarlo. Aún así, recordar lo surreal de la situación sigue hincándome dudas. 

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Lo conocí un viernes a la medianoche en un bar escondido de la calle Esperanza en Miraflores. Estuvimos ahí durante una, dos o tres horas seguidas, no recuerdo bien, lo que sí sé es que ninguno dejó de hablar. Salimos del bar y empezamos a caminar sin saber bien a dónde ir. Garuaba. Me dijo que le gustaba esa estúpida y mediocre forma de lluvia que tenemos aquí, pero que si odiaba algo era el hecho de que en Lima no había estrellas y nunca salía el sol. Jamás pensé que eso podía convertirse en un verdadero problema para un extranjero. Caminamos hasta el malecón. Me preguntó si yo había planeado llevarlo ahí... la verdad era que todo parecía muy perfecto: mar, madrugada, conversación... me ofendí. Lo peor fue que no me pidió disculpas. Y la verdad es que eso me dejó de importar cuando de la más absoluta nada me dio un beso mientras yo le explicaba las razones por las que su pregunta me había herido. Nos besamos una vez más. Después me di cuenta que eran las cuatro de la mañana y que tenía que volver. Nos despedimos y eso fue todo. Yo tenía clases a las siete. Dormí una hora.

El sábado en la mañana caminaba como un zombie por la universidad.  Hablamos todo el día por chat pero no nos vimos. El segundo encuentro pasó el domingo en la noche. Nos vimos en Miraflores. Tomamos dos pisco sours cada uno. Es poco pero yo ya me sentía mareada. Nos quedamos en el restaurante mirándonos sin darnos cuenta de nada más. Si había alguien más en ese sitio, no lo sé, no me fijé. Después fuimos a bailar. Fuimos a una discoteca. Nunca en mi vida había hecho algo así. Bailé todo lo que había por bailar y él también. Nos besamos varias veces y nos reímos muchas más. Nos botaron de la zona vip, me resbalé y me caí en plena pista de baile. Él me dijo que estaba borracha. Yo le respondí que no. La verdad era que me sentía medio tonta pero no era por el trago.



Salimos de la discoteca y nos sentamos en una banca del parque Kennedy. No había nadie, salvo por unos drogadictos que se sentaron justo frente a nosotros. Yo temblaba de frío. Él tomó mi saco y me tapó con eso... y a él también. Parecíamos dos mendigos. Conversamos de muchas cosas como si nos conociéramos de toda la vida y lo único cierto era que ambos nos enteramos de nuestras existencias apenas unas horas antes. Nos miramos todo el tiempo a los ojos. Me contó más del viaje que está haciendo por Sudamérica desde hace poco más de un mes. Me dijo que se moría por conocer Máncora. Y ahí fue cuando todo se detuvo. Nos conocimos dos días antes y ahí en el parque Kennedy, con un frío que parecía europeo, me pidió que me vaya a Máncora con él. Casi me enumeró las razones por las que debía dejar mi aburrida vida universitaria limeña, tirar todo a donde sea y viajar y solo viajar. Le respondí que lo pensaría y nos quedamos abrazados un rato más. 

El lunes en la mañana todavía seguía mareada. No podía con mi cuerpo. Mover una pierna era un castigo. Estaba muerta de cansancio. Y aun así nos vimos esa noche. Mientras caminaba a verlo pensaba: Este chico llegó de la nada y me desordenó todo lo que yo ya había organizado en mi cabeza. Revolucionó mis días y lo más curioso era que yo se lo había permitido. Los dos teníamos la culpa. Los dos teníamos algo.

Lo que hicimos ese lunes fue ir a otro bar medio escondido. Me preguntó si había pensado lo de Máncora. Le respondí que sí. Pero que no, que me era imposible dejar las cosas a medias en cuanto a mi familia y la universidad para irme de mochilera con un chico que apenas había conocido. Pero le dije algo más: si dependiera solo de mi, me iría contigo no mañana, sino ahora mismo. Lamentablemente no estábamos en la película de Almodóvar de la que tanto le hablé. Ya estaba dicho: yo no iba a ir con el a Máncora y si esa iba a ser la última noche que nos íbamos a ver, teníamos que hacer que sea épica -y no mencionar lo del viaje y la despedida al menos en las próximas horas-. Seguimos caminando y parábamos en cada farola, como en la canción de Sabina. Todo terminó en la madrugada, igual como empezó.

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No tengo idea de que dónde está en este momento. No sé si ya está en Máncora o si sigue en Lima. No nos alcanzaron las horas y menos las palabras al momento de la despedida. Me hubiese gustado decirle que soy de las que no podemos -aunque queremos- dejar todo. Me hubiese gustado agradecerle por animarme a tomar mis propias decisiones, a deshacerme del enfermizo apego que a veces tengo por mi familia, por querer ponerme de protagonista de la película que los dos nos estábamos haciendo. Me hubiese gustado decirle que sí. Me hubiese encantado poder decirle que tal vez alguna vez nos volvamos a encontrar. Aquí, en su país, en una frontera o en donde tenga que ser. 




''La noche debilita los corazones,
noches de funeral, de vino y rosas.
Brindemos por el amor y sus fracasos,
quizás podamos escoger nuestra derrota.

El sol limpia las calles, la memoria
feroces pasiones atenúa.
Invéntate el final de cada historia...''





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